Walter Iannelli (el presente relato se encuentra publicado en el libro Metano, en la Antología Cuentos de Cancha (Sacheri/Marianidis/Garófalo/Iannelli) y en el portal cuentosdelapelota.com.ar). Se permite la reproducción total o parcial citando fuente y autor.
Eran puras suposiciones. Que al negro lo hubiesen volteado en el medio del área, que existiese un área posible demarcada a punta de palo entre tanta tierra. Que los vecinos del otro lado del campito nos fuesen a dar la falta en pleno dominio. Sin embargo Rulo persistía con los brazos en alto, pidiendo justicia como el resto del equipo y El Gordo ya tenía la pelota entre las manos como para que no quedaran dudas de que el juego se paraba. Entonces se había armado el remolino. Sin referí posible cada uno de los contrarios elegía a uno de los nuestros para protestarle la jugada. Pero a mí me habían dejado solo. Sabían que yo no discutía. Sabían que pararse frente mí hubiese sido lo mismo que no hablar con nadie. Por eso como siempre, me mantuve a un costado.
—Chocamos —decía el presunto infractor a los gritos girando como un perro que se busca la cola.
—Minga —dijo Beto—, es penal y se patea.
El Negro todavía estaba en el suelo. Parecía que el golpe o la caída habían sido feos porque no se levantaba.
—Dale Negro —dijo El Tano.
El Negro se levantó rengueando, hizo una señal negativa con la cabeza y salió caminado para nuestro arco. Media docena de cabezas lo siguieron con movimientos sincronizados.
—¿Y quién patea? —dijo Chulo.
El Gordo le hizo dar dos saltitos a la pelota entre las manos y se encogió de hombros. Bajé la vista.
—Vos, Zurdo —dijo Bizarro.
Yo, que estaba haciendo un semicírculo en el polvo con la punta de la zapatilla, también negué con la cabeza sin levantar los ojos del piso.
—Dale —dijo El Gordo.
—Sí. ¿Si no quién va a patear? ¿Peduto? —dijo Beto, agarrándome del brazo—. La va a tirar por arriba del travesaño.
—No hay travesaño —protesté.
—Por eso —dijo El Tano.
Alguien me arrastró unos metros. Cuando levanté la vista me encontré enfrente de la pelota. La habían puesto ahí, perpendicular a la mitad del arco, y ahora me esperaba quieta. Hubiera parecido un mundo si no fuera por ese gajo descosido con forma de chichón que dejaba ver la cámara colorada escapándose entre los hilos. Levanté aún más la vista, con miedo.
En el medio del arco estaba El Rubio Silento. Más grande que todos nosotros, le teníamos respeto porque era el barrendero del barrio. Pero además porque se decía que si no fuera tan borracho hubiese sido arquero en serio. Para mí era lo mismo. Silento o el cura del barrio con sotana y todo, tenía que pegarle a esa cosa ovalada y meterla en el rectángulo justo en el momento en que me temblaban las piernas.
—Al rincón de las ánimas —dijo Beto, en mi oreja—. Ahí nadie llega.
Lo miré con rabia. Hacía menos de una semana que habíamos discutido del asunto. Beto sostenía que si la ponía al ras del piso, contra el palo, no podía llegar ningún arquero. Ni siquiera el mejor de todos.
—Chupame un guevo —dije y retrocedí tres pasos. Tenía que entrarle con todo el pie como si tuviese una cuchara en vez de un Sacachispas. Empalarla con un golpe seco, ni muy abajo, ni muy arriba para que la pelota no fuese a los tumbos o se quedase enganchada en los árboles. Al rincón de las ánimas, había dicho Beto y ahí esperaban todos que la pusiera. El lugar donde nunca se llega, decía Beto: ni Silento, ni Perico Pérez, ni los curas con Dios y todo. El lugar desde donde ninguna pelota vuelve, donde se queda para ser por siempre un pedazo de cuero en pena, un lugar donde ya no hay miedo a colgarla. Sólo nada, una nada flotando, tan parecida a una pelota desaparecida, a una pelota en el Triángulo de las Bermudas, a una pelota atajada por fantasmas que nunca habrían de devolverla, como hacían todas las vecinas viejas.
—Dale, Silento se coge a tu hermana —dijo El Tano.
Levanté la cabeza. Después de todo qué culpa tenía Silento.
Cerré los ojos y empecé a tomar carrera pensando en las canchas de fútbol de los domingos. El pastito verde y liso. El palo pintado de blanco y un triangulito de red donde un toque suave podía quedarse a dormir su dulce siesta toda la tarde. El rincón de las ánimas. Una especie de tierra de nadie, entre cielo e infierno, donde iban aquellos tiros que no tenían destino.
Le pegué con el tobillo. La pelota salió viboreando y vi como el rubio Silento se aferraba con las piernas al piso en dirección al palo como si estuviera escalando una montaña. Había que tirarse hacía arriba, manotear la nada, el rincón, a ver si se pescaba algo. Había que arrastrarse como un mendigo a ver si la incertidumbre tapaba los agujeros. El cuero pegó en el palo con un chicotazo, tan cerca del suelo que levantó polvo y se metió en el arco y saltó a la calle para irse por el hueco de un caño de desagüe abandonado. Y el rubio Silento se quedó manoteando el aire, la nada, con los ojos fijos en el hueco que parecía haberse tragado el ruido.
Después escuché los gritos. Los de siempre.
—El rincón de las ánimas —dijo Beto, palmeándome la espalda—. Te dije.
—Sí —dije—. Andá a buscarla.
Nunca encontramos la pelota, y entonces, se terminó el partido.
Después crecí, me casé, tuve hijos, esas cosas. Silento no pudo dejar la bebida y no se convirtió en arquero en serio, y el tiempo se encargó de achicar la diferencia en años pero también de estirar la extrañeza del recuerdo.
Según dicen los nuevos viejos del barrio, esa tarde en que yo pateé el penal dos hombres de un club grande habían ido a mirarlo. Esperaban una señal, una gran atajada que los terminara de convencer para ficharlo. Pero a Silento, sin saberlo, la única oportunidad le quedó lejos, arrinconada al palo por un tiro defectuoso del que yo mismo, sin demasiada convicción, me había encargado. Ahora pienso que el rincón de las ánimas es más oscuro y misterioso de lo que creía de chico, y me pregunto si esa pelota que nunca más apareció realmente habrá existido.
—Chocamos —decía el presunto infractor a los gritos girando como un perro que se busca la cola.
—Minga —dijo Beto—, es penal y se patea.
El Negro todavía estaba en el suelo. Parecía que el golpe o la caída habían sido feos porque no se levantaba.
—Dale Negro —dijo El Tano.
El Negro se levantó rengueando, hizo una señal negativa con la cabeza y salió caminado para nuestro arco. Media docena de cabezas lo siguieron con movimientos sincronizados.
—¿Y quién patea? —dijo Chulo.
El Gordo le hizo dar dos saltitos a la pelota entre las manos y se encogió de hombros. Bajé la vista.
—Vos, Zurdo —dijo Bizarro.
Yo, que estaba haciendo un semicírculo en el polvo con la punta de la zapatilla, también negué con la cabeza sin levantar los ojos del piso.
—Dale —dijo El Gordo.
—Sí. ¿Si no quién va a patear? ¿Peduto? —dijo Beto, agarrándome del brazo—. La va a tirar por arriba del travesaño.
—No hay travesaño —protesté.
—Por eso —dijo El Tano.
Alguien me arrastró unos metros. Cuando levanté la vista me encontré enfrente de la pelota. La habían puesto ahí, perpendicular a la mitad del arco, y ahora me esperaba quieta. Hubiera parecido un mundo si no fuera por ese gajo descosido con forma de chichón que dejaba ver la cámara colorada escapándose entre los hilos. Levanté aún más la vista, con miedo.
En el medio del arco estaba El Rubio Silento. Más grande que todos nosotros, le teníamos respeto porque era el barrendero del barrio. Pero además porque se decía que si no fuera tan borracho hubiese sido arquero en serio. Para mí era lo mismo. Silento o el cura del barrio con sotana y todo, tenía que pegarle a esa cosa ovalada y meterla en el rectángulo justo en el momento en que me temblaban las piernas.
—Al rincón de las ánimas —dijo Beto, en mi oreja—. Ahí nadie llega.
Lo miré con rabia. Hacía menos de una semana que habíamos discutido del asunto. Beto sostenía que si la ponía al ras del piso, contra el palo, no podía llegar ningún arquero. Ni siquiera el mejor de todos.
—Chupame un guevo —dije y retrocedí tres pasos. Tenía que entrarle con todo el pie como si tuviese una cuchara en vez de un Sacachispas. Empalarla con un golpe seco, ni muy abajo, ni muy arriba para que la pelota no fuese a los tumbos o se quedase enganchada en los árboles. Al rincón de las ánimas, había dicho Beto y ahí esperaban todos que la pusiera. El lugar donde nunca se llega, decía Beto: ni Silento, ni Perico Pérez, ni los curas con Dios y todo. El lugar desde donde ninguna pelota vuelve, donde se queda para ser por siempre un pedazo de cuero en pena, un lugar donde ya no hay miedo a colgarla. Sólo nada, una nada flotando, tan parecida a una pelota desaparecida, a una pelota en el Triángulo de las Bermudas, a una pelota atajada por fantasmas que nunca habrían de devolverla, como hacían todas las vecinas viejas.
—Dale, Silento se coge a tu hermana —dijo El Tano.
Levanté la cabeza. Después de todo qué culpa tenía Silento.
Cerré los ojos y empecé a tomar carrera pensando en las canchas de fútbol de los domingos. El pastito verde y liso. El palo pintado de blanco y un triangulito de red donde un toque suave podía quedarse a dormir su dulce siesta toda la tarde. El rincón de las ánimas. Una especie de tierra de nadie, entre cielo e infierno, donde iban aquellos tiros que no tenían destino.
Le pegué con el tobillo. La pelota salió viboreando y vi como el rubio Silento se aferraba con las piernas al piso en dirección al palo como si estuviera escalando una montaña. Había que tirarse hacía arriba, manotear la nada, el rincón, a ver si se pescaba algo. Había que arrastrarse como un mendigo a ver si la incertidumbre tapaba los agujeros. El cuero pegó en el palo con un chicotazo, tan cerca del suelo que levantó polvo y se metió en el arco y saltó a la calle para irse por el hueco de un caño de desagüe abandonado. Y el rubio Silento se quedó manoteando el aire, la nada, con los ojos fijos en el hueco que parecía haberse tragado el ruido.
Después escuché los gritos. Los de siempre.
—El rincón de las ánimas —dijo Beto, palmeándome la espalda—. Te dije.
—Sí —dije—. Andá a buscarla.
Nunca encontramos la pelota, y entonces, se terminó el partido.
Después crecí, me casé, tuve hijos, esas cosas. Silento no pudo dejar la bebida y no se convirtió en arquero en serio, y el tiempo se encargó de achicar la diferencia en años pero también de estirar la extrañeza del recuerdo.
Según dicen los nuevos viejos del barrio, esa tarde en que yo pateé el penal dos hombres de un club grande habían ido a mirarlo. Esperaban una señal, una gran atajada que los terminara de convencer para ficharlo. Pero a Silento, sin saberlo, la única oportunidad le quedó lejos, arrinconada al palo por un tiro defectuoso del que yo mismo, sin demasiada convicción, me había encargado. Ahora pienso que el rincón de las ánimas es más oscuro y misterioso de lo que creía de chico, y me pregunto si esa pelota que nunca más apareció realmente habrá existido.